Año 1899.
El Vaticano está inquieto, y todos sus cimientos se estremecen ante la conmoción.
Un nuevo siglo está a punto de comenzar, y los primeros signos de tormenta ya se pueden ver en un futuro estremecedoramente próximo.
Las aves huyen despavoridas hacia un rumbo incierto, la melodía entonada por lastimeros aullidos anuncian mal augurio, los zorros se hunden en lo más profundo de sus madrigueras, huyendo de una catástrofe inevitable… Los animales lo huelen, lo sienten en sus carnes; mientras, los humanos viven en su relativa tranquilidad, ignorando el certero instinto que Dios les ofreció en los inicios de la vida.
La ignorancia parece traer la felicidad, por lo que los hombres prefieren ahogarse en dulces mentiras a enfrentarse a una realidad que tarde o temprano los devorará.
101 años, presagiaban las malas lenguas, 101 años eran los que le quedaban a la humanidad.
Pero… ¿Todos los hombres ignoraban los presagios? No, no todos.
Una pequeña porción de la humanidad se negaba a aceptar tal destino final, e iniciaron una lucha incesante contra aquellos monstruos que según decían laa profecíaa, traerían consigo la derrota del cielo, la victoria del infierno y el fin del mundo: el Apocalipsis.
Y una de las objeciones a ese truculento fin, fue la orgullosa construcción del
Sacred Cross’ Castle, desafiando todas las tinieblas que comenzaban a congregarse por todo el mundo.
Con una intención excéntricamente pedagógica, la organización de la Sagrada Cruz se encarga de educar a todos aquellos voluntarios que deciden entregarse para formarse de un modo especial, y así, luchar contra el mismísimo mal.
Gabriel Wilder se opuso desde un primer momento a las fuerzas demoníacas, y fue la persona con más influencia a la hora de construir la idea del castillo. Un caza-monstruos de renombre, decidió formar parte de la organización Sacred Cross, participando activamente en ella, mostrándose como el director de la escuela.